martes, 25 de septiembre de 2007

Viva el San Fernando...


Recuerdo con especial intensidad mi primer año de universidad. Llegué a La Laguna en el curso escolar 1997/1998 (qué miedo, hace casi 11 años) y mi primer hogar fue el Colegio Mayor San Fernando. Ese año significó el fin de una época en el Sanfer, pues fue el último antes de su cierre por obras, que se prolongaría durante muchos más tiempo de lo esperado. Según he oído, el colegio mayor con más tradición y solera (¿qué significa solera?) en aquel entonces ya no ha vuelto a ser lo que era tras su reapertura, víctima de la burocracia y la inundación de funcionarios.

El curso transcurrió entre novatadas para los capullos (así nos llamaban a los novatos), las tres o cuatro fiestas que dimos (cobrábamos entrada y, coño, se llenaba de gente de fuera), los pancazos y submarinos, las caderas de Paula, las resacas de sopa y paella, el campeonato de pin-pon, los Consejos, los destrozos de Ferrete, las rosas de Cosme a Reyes, los piñazos de Howard y, para mi, los madrugones para entrar a clase de Fisioterapia, las coladas en casa de mi tía, la habitación doble para mí solo, los mejores carnavales de mi vida, la independencia de la prisión materna (lo siento mami, te quiero mucho) y la abstinencia sexual forzosa.

Las novatadas no fueron nada del otro mundo, la verdad... nos llevaron a las catacumbas, que en realidad era una buhardilla enorme, sin iluminación, totalmente oscura, de paredes sin encalar y con cientos de muebles apilados (hoy convertidas en maravillosas salas de estudio). Las catacumbas alimentaban todo tipo de leyendas: comunistas que fotocopiaban sus panfletos antifranquistas en la discreción de aquel espacio, fantasmas de antiguos colegiales que se suicidaron o murieron abatidos por los grises o ratas gigantescas que de cuando en vez bajaban a las habitaciones de los capullos.

Los pancazos y los submarinos eran lo más desagradable del colegio. Me llevé uno de cada en un año, que creo que no estaba tan mal para ser un capullo. Los primeros consistían en un aporreamiento de alta intensidad de la puerta de tu habitación, a mano abierta o con puño cerrado, a altas horas de la madrugada, normalmente protagonizados por los alumnos más veteranos, que llegaban de juerga y se iban corriendo después de su vil acto. Recuerdo una fuerte taquicardia y el resto de la noche en vela.

Los submarinos eran lo más repulsivo que he visto nunca, contando los diez años posteriores, aunque si hubiese podido elegir hubiese preferido cinco submarinos a un pancazo. La receta de esta delicatessen, con algunas variables, es simple: preparamos un cubo grande, al que le añadimos toda clase de hediondadas, incluyendo heces, esputos, orina, huevos podridos, cemento y demás ingredientes. Se deja reposar toda la noche, en el suelo, semi inclinado y apoyado contra la puerta de la habitación del comensal, que lo recibirá con agrado por la mañana, en el propicio momento en que sale disparado a la facultad.

Sobre lo demás me extenderé en siguientes post; las caderas de Paula, tan rítmicas como cubiertas de ropa, alimentaban la imaginación post púber de la mitad del colegio mayor, constituyendo un material de primera para el onanista; la comida del comedor (“y la cocina te maltrata... con tortilla”, decíamos, destrozando una canción de los Celtas), los certeros golpes que recibieron de manos de Howard seis o siete gamberrillos... tengo material para varios meses.

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