Vaya horas para aterrizar en la capital. Las once y media y yo sin un sitio donde pasar la noche. Coño, que modernidad de aeropuerto. Me siento como Paco Martínez Soria en La ciudad no es para mí. Medio despistado salgo del avión y me llevan a través de brillantes pasillos hasta lo que parece una parada de metro dentro de la misma T4. Ya había pasado por la famosa terminal, pero de manera fugaz y sólo por la zona de salidas, sin tiempo para percatarme de que estaba en un edificio de cuatro niveles digno de una ciudad japonesa.
Por ahí viene el metro... aún no he cogido las maletas. ¿Será por aquí? ¿me sacará el trenecito del aeropuerto? Encima no veo al conductor; el primer vagón se acerca sin que nadie lo conduzca. Por un momento pienso en otra película, esta vez en 2001, una odisea en el espacio. ¿Se volverá loca la computadora que maneja los tranvías, como Hall 9000, provocando un accidente entre los vagones que vienen y los que van? No puede ser, el conductor ha de estar atrás. Camino hasta el último vagón, alentado por la esperanza de descubrir al chófer allí, viendo la vía a través de algún monitor. Pero no hay nadie. Resignado, subo y me aferro a una barra vertical por lo que pueda pasar.
Inexplicablemente llegamos ilesos hasta la última parada. La sala de equipajes es normalita, salvo por las dimensiones, que exceden lo que estoy acostumbrado. Tras una hora de espera (la tecnología no ha podido con la idiosincrasia española, y si no vean la foto de arriba, tomada en la misma T4) llega mi maleta. Me espera una larga noche en Barajas, porque el Madrid Habana sale a las 9 de la mañana. Quizá Tomy se apiade de mí, pese a la hora. Lo llamo y tras un breve lloriqueo me viene a buscar en un Mercedes y paso la noche en su casa muy cerca de la Gran Vía. Tendré que madrugar, pero al menos me acostaré algunas horas en un sofá calentito.
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