miércoles, 16 de junio de 2010

De ron y mar



Regla, Habana. 2 de julio de 1998.

Se levantó con resaca. Ese endemoniado ron de tetra brick estaba perforando su estómago poco a poco. Vomitó antes de dirigirse a la cocina para intentar desayunar algo. La madre oyó sus pasos y lo reclamó desde el cuarto:

Osmani, ven acá. No me has puesto la insulina ni me has dado el desayuno. ¿Es que nunca vas a pensar en tu madre? Anoche llegaste a las cinco y media.

Ya va, vieja respondió. Todo no va a ser trabajar y cuidar a mi madre, también necesito algo de diversión.

Antes de sacar la insulina de la nevera, volvió al baño para vomitar de nuevo. Hoy no desayunaría. No se le podía pedir otra cosa a un ron de 25 pesos. Ya llegaría el día en que pudiese probar de nuevo el Havana 7, como en los viejos tiempos.

Sacó la insulina: midió 10 unidades, la dosis habitual de la mañana, y se acercó con la jeringuilla a la habitación de la madre.

El panorama era terrible. La vieja yacía en bragas tendida sobre la cama, con sus casi 400 libras de peso a la vista de cualquiera que tuviese el valor de asomarse. Alrededor, montañas de ropa sucia, platos con restos de comida en el suelo y alguna cucaracha escalando las paredes. Tarea fácil para ellas, pues desde que vivían en aquella casa no habían podido encalar ni pintar... y 29 años son muchos años para unas paredes que tenían que soportar la humedad y el salitre de la bahía, a sólo 25 metros.

Pinchó el vientre de la madre, mecánicamente.

“Qué foca”, pensó. “Soy un cuidador de focas, horribles focas que no paran de devorar comida. Focas a las que debo alimentar cada día, a pesar de que no gano lo suficiente para mantenerme a mí mismo. Comida de focas, mi existencia se basa en conseguir comida para focas de cualquier manera. Asco de vida”.

Mira a ver qué encuentras en la panadería, quiero bollos y algo de yogur gritó la madre.

Podías ir tú, podías levantarte alguna vez de esa cama. Cuando te mueras voy a tener que tirar la pared de tu cuarto para poder sacarte respondió Osmani.

No estés hablando mierda, sabes que no me puedo mover, que cada vez que intento ponerme de pie se me baja la tensión y me mareo, y de lo de bajar la escalera ya ni hablamos.

Tendrás que tomarte la leche y el pan que sobró de ayer. No hay nada en el frío, y ya veré si consigo hoy algo por ahí, que la libreta la tenemos a cero.

Se puso la camiseta, sudada de la noche anterior, los únicos pantalones largos que tenía y las cholas de playa que le servían para todo. Bajó la escalera de un salto y se encaminó hacia el mercado, a ver si conseguía algo en dólares. ¿Dólares?

“Mierda, no me queda ni un chavito" recordó. "Habrá que ir al centro a resolver”.

Se montó en la lanchita, la que cruza la bahía desde Regla hasta el Museo Bacardi, la misma que habían secuestrado hace casi diez años cuatro vecinos suyos con cuatro cuchillos de cocina. En lugar de encontrarse con Miami, lo hicieron con una bala de 12 milímetros cada uno, que atravesó sus cabezas. El régimen no se andaba con chiquitas cuando se trataba de imponer condenas “ejemplarizantes”...

Pero hoy nadie iba a secuestrar nada. El día estaba soleado, y a pesar se no tener nada en el estómago, esbozó una sonrisa al ver que, desde el otro lado de la lancha, se acercaba Yudileisi con una de esas minifaldas que tanto le excitaban.

Hola bambino masculló la mulata—. ¿Dónde te has metido? No te veo desde hace dos semanas.

Lo de siempre flaca. Jineteando, dándole de comer a la vieja, y bebiendo por la noche en el malecón, poco más se lamentó Osmani. La que te has perdido eres tú, desde que te echaste ese novio francés. Qu'est-ce que vous avez fait?

No es mi novio, ya lo sabes, sólo me invita a mojitos en el Habana Libre. Ya sabes que ahora ya nos dejan entrar sin sobornar a nadie.

Mojitos, ya. Empiezas por los mojitos y acabas encima de él. ¿Vas a vivir así toda tu vida?

Mira, Osmani, tampoco tú eres un ejemplo de moralidad. Vives de contarles cuentos chinos a los yumitas y de ofrecerles mujeres replicó Yudileisi.

Yo no les ofrezco mujeres, los llevo a comer a paladares y a bailar en discotecas, no sé qué hay de malo en eso.

Sí, seguro que eso es todo lo que haces.

¿Qué vas a hacer ahora?, ¿no tienes un ratico? preguntó Osmani.

He quedado con Gianfranco, va a llevarme a Soroa, a los baños termales y al orquidario.

Venga, por un rato tarde que llegues no se va a ir. Tengo la llave del departamento de mi hermana, que cae al lado del Bacardi.

Déjate de Bacardis, que ya llego tarde. Otro día, hay más días que judías.

Realmente quería a aquella mujer. Quizá era la certeza de no poder poseerla lo que más le atraía de ella. Desde adolescentes se acostaban, y desde adolescentes tenía que soportar verla de la mano de los más profundos comemierdas, comemierdas italianos, alemanes, españoles, franceses, del “iuesei”, pero comemierdas al fin. Gordos, flacos, jóvenes, viejos, rubios, morenos... pero nunca cubanos, excepto él. Muchas veces no sabía si encajarlo como una suerte o como una desgracia. Él nunca se iría con una extranjera, o quizás sí, pero no con tantas extranjeras.

¿Por qué no te vienes conmigo?, ¿por qué no dejas a los yumas y empiezas con alguien que te quiera de verdad? susurró, agitándola por el antebrazo.

Cállate, imbécil, que te está oyendo todo el mundo. contestó, enfadada. ¿Y tú qué me vas a dar?, ¿una suegra a la que cuidar?, ¿una casa semiderruida?, ¿un pan duro para desayunar?

La soltó, apartándose entre la multitud que abarrotaba la lancha.

“Maldita zorra”, pensó. “Ojalá te peguen algo esos pervertidos”.

La lancha tocó tierra. Amarraron cabos y la gente comenzó a salir, despacio, sin mucha prisa. Parecía que no tenían sangre en las venas, o que la tenían congelada, como los lagartos cuando se va el sol. Aunque, con aquel pegajoso sol de agosto, cualquier lagarto debería estar en forma.

Cruzó la plataforma y plantó los pies en el cemento del muelle. Se dirigió a la Catedral. “Hoy es sábado”, pensó. Los sábados, toda Habana Vieja era inundada por mareas de turistas, de todos los colores y de todos los países. Prefería a los españoles, podía hablar con ellos sin esfuerzo, y muchos venían a su aire, sin el “todo incluido” que le daba poco margen a los que, como él, buscaban llevarlos a algún local donde tuvieran pactados un par de dólares por cada turista al que acompañaran. Hubiera podido acercarse a la estación de guaguas y buscar extranjeros allí, pero hoy no le apetecía moverse mucho. La vieja, además, esperaba por su bollo y tenía que estar pronto en casa para prepararle los frijoles. Sintió un escalofrío.

“Las doce”, pensó.

Con algo de suerte podría engañar a algún turista, volver a coger la lancha, ir al mercado, comprar un bollo y quizá unos gramos de puerco, hacer el almuerzo, volver a La Habana, seguir engañando a turistas, comprar un tetra brick de ron, beber y tocar la guitarra en el malecón, volver a casa, vomitar, masturbarse pensando en Yudileisi, vomitar, levantarse, pinchar la insulina a la foca...

Sintió que no podría hacerlo más. No tenía sentido repetir ese absurdo bucle, imitando a Sísifo, que debía empujar la piedra hasta la cima de la montaña, desde donde ésta volvía a caer por su propio peso, infinitamente. ¿Cuándo terminaría todo?, ¿cuando enfermara?, ¿cuando apareciese muerto en la cama una mañana? Solía engañarse con la idea de que Yudileisi se daría cuenta un día de lo que él la quería, y que preferiría un hombre pobre y honesto a un esapagueti putero. Pero hoy comprendió que no, que eso nunca sucedería, y que el único día feliz que le quedaba por vivir era el día de la muerte de su madre. Se sentó en un banco, turbado, descolocado, todo le daba vueltas. El corazón se le aceleró, y se mareó. La temperatura no ayudaba, y el estómago vacío tampoco. No podía levantarse. Pidió ayuda a una pareja de alemanes que pasaban, pero lo tomaron por un borracho y aceleraron el paso. Sintió de nuevo náuseas, y decidió que lo mejor era acostarse en el banco un rato. Se quedó dormido.

Despertó media hora después; un policía le zarandeaba los brazos y le preguntaba qué hacía allí a esas horas, bebido.

No he bebido, compañero, me ha dado un mareo respondió, molesto.

Si está malo vaya al policlínico, no se puede tirar en un banco y dar esa imagen de la ciudad. Fíjese, todo esto está lleno de turistas, y de ellos vivimos.

No se preocupe, en seguida me voy —respondió, educado.

Se levantó. La cabeza todavía le daba vueltas, pero al menos podía tenerse en pie. Se dirigió a la parada del camello, que quedaba a pocos metros. Quería volver a casa, pero no en lancha, no aguantaría ese trayecto por el mar y de pie. El camello daba la vuelta al final de la bahía, sorteándola. Pese a que el recorrido era más largo, a esa hora quizá podría ir sentado.

Subió y, en contra de lo que suele ser habitual en el camello, había varios asientos libres. Pagó el billete y se sentó al lado de una chica, adolescente, que aún no llegaba a los 15. Llevaba una falda azul, por encima de las rodillas, que le recordó vagamente a la de Yudileisi. Miró sus piernas, depiladas hasta la altura de la falda, que, al estar un poco replegada, dejaba a la vista el vello de los muslos, que la joven no había eliminado. El contraste entre las piernas lisas y los muslos con vello le resultaba un poco antiestético, aunque no por ello dejó de mirarlos. Dejó que su mano izquierda fuese cayendo disimuladamente entre sus piernas y las de ellas, como en un descuido. Ella percibió el contacto, pero no se apartó. Por el contrario, se acercaba cada vez más, apretando la parte lateral de sus muslos contra Osmani. Cuando estaba a punto de meter su mano bajo la falda, se acordó de la vieja, de Yudileisi, de la nevera vacía, de su mareo, de sus vómitos mañaneros y de la estupidez de sus días. Se dio asco a sí mismo al verse frotándose contra una niña. Se levantó y se bajó, sintiendo de nuevo el golpe del calor en la cabeza. Quedaban tres cuadras para su casa, y las recorrió a toda prisa. Subió la escalera, entró en su departamento y se acostó bruscamente en su cama, esperando a que la taquicardia pasara.

Osmani, ¿has traído algo para almorzar?, ¿me vas a tener a pan y leche? gritó la foca. Soy diabética, ¿es que no lo recuerdas? Ponme la insulina y prepara el arroz y los frijoles.

Ya voy mamá, dame antes media hora para preparar la carne que he traído. Quédate en la cama respondió.

Se levantó y fue a la cocina. Abrió la nevera y tomó la insulina inyectable. 100 unidades, suficiente para matar a un caballo. Se sentó en el viejo sofá del salón. Prendió la tele. Desnudó su brazo. Clavó la jeringuilla en su hombro y dejó fluir la insulina, antes de acomodarse, de lado, y echar una siesta.

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