jueves, 27 de diciembre de 2007

Crónicas cubanas (7): Santiago de Cuba


Se dice que Santiago es la más caribeña de las ciudades cubanas. No sé si esto es cierto, pero tiene un sabor que no tiene La Habana. Quizás porque el casco histórico es más reducido y esto lo hace más cálido, quizá porque el turisteo es menos abundante, porque las calles son más estrechas o la gente más cercana si cabe.

Santiago es la ciudad de la música; de la trova, de la salsa, del son. La Casa de la Trova, en pleno centro, se convirtió en mi segunda residencia, o más bien en la primera, desde que llegué a la ciudad. Por sólo tres dólares podías echar allí el día, empezando por algún quinteto de música tradicional en el patio del piso inferior y acabando con algún grupo salsero en el piso superior, hasta las dos de la mañana, desprendiendo Bucanero por todos los poros del cuerpo.

Asere, tengo que aprender a bailar salsa de una vez; te pierdes muchas cosas en esta isla si no sabes bailar salsa, y además alimentas los prejuicios de los cubanos, que meten a todos los guiris en el mismo saco de “no tienen ni puñetera idea de bailar”. He realizado esfuerzos en mis dos viajes, y sobre todo en éste pero mi área cerebral del baile debe de tener alguna lesión congénita, pues no logro interiorizar el ritmo, pese a los esfuerzos de mi profesora. Y vaya esfuerzos, la pobre.

Las excursiones alrededor de Santiago no son una gran cosa, excepto el Castillo del Morro, que sí merece la pena. Allí enfrente la marina estadounidense hizo sus primeras prácticas de tiro con la escuadra española, dirigida por el almirante Cervera... y allí se perdió Cuba... y Filipinas, y Puerto Rico, y Guam, y casi Canarias. Por lo menos nosotros nos salvamos de los gringos. Ahí va un vídeo de la bahía vista desde el Morro; perdonen al cámara, que además de ser malo estaba de resaca.

La Gran Piedra es sólo una piedra (válgame la rebuznancia) a 1.200 metros de altura, que es mucha altura para un cubano, pero para un chicharrero es como subirse a una silla. De todos modos no puedo opinar mucho, pues fui de noche y lloviendo (qué grande eres, Álber) y no pude apreciar la vista. Lo que sí puedo certificar es que está muy lejos de Santiago, y cuesta que alguien te lleve por menos de 20 dólares. Además, el carro suele romperse, tal y como ven en la foto de arriba.

miércoles, 26 de diciembre de 2007

Crónicas cubanas (6): Camagüey


Todo en Camagüey lleva el nombre de Ignacio Agramonte: Aeropuerto Agramonte, Plaza Agramonte, museo Agramonte, cine Agramonte... Silvio Rodríguez le dedicó una canción, El mayor, a este personaje histórico cubano. Por cierto, si alguna vez la oyen, no entenderán un carajo a menos que conozcan la historia de las guerras de independencia cubanas. El mayor nació en la provincia de Camagüey, y fue un burgués que estudió en Barcelona y a su vuelta a Cuba tomó parte en el levantamiento contra España, protagonizando hazañas que la historiografía oficial ensalza.

A no ser que te apasione la historia cubana, Camagüey te cansará desde el primer día. En realidad, sólo merece la pena pasar por allí si vas a ir a las playas de Santa Lucía, que están muy bien si no tienes la cola de un ciclón sobre la cabeza, como fue mi caso. No nos atrevíamos a seguir hacia oriente por si Noel (el dichoso ciclón, que causó enormes daños en Haití) cambiaba de trayectoria, así que nos quedamos tres largos días en Camagüey.

Después de ver todos los monumentos relacionados con Agramonte, la iglesia y las dos plazas, comenzamos a aburrirnos estrepitosamente. Lo único que puede entretener a un turista en la ciudad es el bar, la casa de la Trova y los tres o cuatro cines que hay. Para ser justos, el cine me resultó entretenido y exótico. Pasaban una peli sobre una niña cubana muy aplicada, en la cuba prerrevolucionaria, que no podía seguir estudiando a pesar de ser brillantísima en la escuela, porque era muy pobre, y antes de Fidel todo era malo. Así que la niña estudió y estudió y acabó yendo a la embajada yankee a pedir una beca para continuar estudiando en Iuesei, pero como los yankees eran y son también muy malos, no se la dieron y se rieron de ella. En esa época vivía cerca de La Habana (en Cojímar) Ernst Hemingway, que iba a ayudar a la niña (Hemingway era bueno, porque una vez dijo que creía en la Revolución, y a Castro le gusta mucho), pero no pudo porque estaba de viaje en África.

Bueno, lo gracioso de la película, además de su maniqueísmo, era que no la iban a poner porque no había nadie que fuese a verla. Después de hablar con la taquillera, la puso para nosotros dos... qué gracia. Nos costó medio peso cubano a cada uno, creo recordar, que vienen a ser unas tres pesetas.

Al día siguiente decidimos ir a las ya mencionadas playas de Santa Lucía, pero como el coche era tan caro (unos 80 dólares ida y vuelta), fuimos en camión. La experiencia del camión vale la pena vivirla, si eres capaz de levantarte a las cuatro de la mañana y aguantar baches, calor y algunos impactos de la chapa contra tu espalda en las curvas pronunciadas... La cosa es que los camiones salen a las cinco o, como muy tarde, a las seis de la mañana, y luego no hay más en todo el día. Valen una miseria, y vas subido en el volquete, si tienes suerte en largos bancos de metal soldados al suelo, y te puedes encontrar a todo tipo de personajes.

El día de Santa Lucía fue un infierno, pues después del madrugón y de cien kilómetros de saltos que te rompían las lumbares, las playas estaban inundadas. Pero no inundadas de turistas o de mujeres exuberantes, no, inundadas de agua, con los accesos anegados y toda la infraestructura (chiringuitos, bares, restaurantes, hoteles) cerrados. Además, estaba nublado y diluviaba a ratos... Ante tal panorama, después de pasear por la playa y empaparnos un par de veces en la infructuosa búsqueda de un local donde tomar algo, decidimos volver en el mismo camión donde habíamos venido, con cara de tontos y el conductor mirándonos con una media sonrisita. Por suerte nos esperaba la Pensión Agramonte, al lado de la Plaza Agramonte, y una cama mullidita después de la ducha de rigor.

domingo, 16 de diciembre de 2007

Crónicas cubanas (5): Trinidad


Trinidad siempre me saluda con una gastroenteritis, o un empacho, como dicen los cubanos. Esta vez fui más afortunado, pues a pesar de empezar a consumirme por el ano nada más llegar, la cosa se quedó en una diarrea molesta que me dejó un día zumbado. Y digo que fui afortunado porque en el viaje anterior, como ya he contado en algún otro post, dejé la ciudad con tres compañeras más de viaje en mis intestinos: Giardia, Ameba y Compilobacter, compañías que en absoluto recomiendo.

La pereza y la inercia me llevaron a la misma casa en la que me había alojado en 2005. Todo estaba igual excepto por el marido de la dueña; los dos años transcurridos le dejaron un divorcio y nueva boda con un madero unas cuantas décadas más joven que ella. Un policía en tu casa resulta un poco agobiante, sobre todo cuando estás en un país donde cualquier cosa puede ser ilegal, sin tú sospecharlo. Pero, para ser justos, la casa no estaba mal, sobre todo teniendo en cuenta que pagábamos unos 8 euros por una habitación doble, a cambio de tomar el desayuno y cena en la misma casa y así dejarles unos duros más.

La ciudad fue fundada en el siglo XVI, y es Patrimonio de la Humanidad. Para verla, un día es suficiente, pues la zona interesante apenas son 6 ó 7 cuadras. Es una ciudad colonial, y la zona protegida se conserva más o menos como en su fundación, con casas de un piso o dos y calles empedradas con adoquines traídos de la metrópoli, es decir Ejpaña.

La mejor parte de nuestra estancia fue cuando decidimos alquilar unas bicis y recorrer la zona por nuestra cuenta, olvidándonos de taxistas, bicitaxistas y demás fauna. Tratando de llegar a Playa Ancón, encontramos un recoveco llamado La Boca, a salvo de turistas y chiringuitos. La zona tenía una pequeña cala con la “selva” llegando hasta la misma arena y un río que desembocaba allí mismo y la separaba de otra fracción de tierra que parecía sacada de una novela de náufragos. Ahí va una muestra, por lo de una imagen vale más que mil palabras.


Muy cerca de allí, la costa perdía su arena para llenarse de rocas de curiosas formas, con forma de miniacantilados. Agua turquesa, de esa de catálogo de agencia de viajes, y un baño “naturalista” con las debidas precauciones, pues esa conducta depravada está castigada por la ley (por suerte no tuve que recurrir al marido de la casera para que me rescatase de la cárcel). El sitio nos cautivó tanto que abandonamos la idea de llegar a El Ancón, y lo que sí nos quedaron fueron ganas de pasar allí unos días más. Algo que hicimos, pero desgraciadamente no volvimos a ese rincón paradisíaco
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jueves, 13 de diciembre de 2007

Crónicas cubanas (4): Soroa y Candelaria


En cualquier lugar del mundo, el entorno rural siempre ofrece un sabor distinto a la ciudad, pero en los países del Sur (en el sentido amplio de la palabra, no se me pongan tiquismiquis) el sabor cambia tanto que parece que hemos pasado del primero al postre.

Al occidente de La Habana sólo se encuentra la provincia de Pinar del Río. La mayoría de los visitantes se decantan por Viñales, que aún conserva su encanto a pesar de haber sido tomado por el turismo, pero si tenemos unos días más merece la pena acercarse a Soroa.

Para romper con el tono de guía de viajes que me está saliendo, cambiaré a primera persona y diré que la llegada a Soroa fue complicada. Complicada porque, en mi manía de evitar coches de alquiler, autobuses de línea, listillos que hacen de taxistas, etc., y tratar de moverme de una manera "cubana", tomamos una guagua hasta Candelaria. En teoría, Candelaria queda cerca de Soroa y está bien comunicada, claro que no contábamos con un viaje de 5 horas para recorrer 60 Km. Las lluvias fueron, en parte, responsables del retraso, pero también el estado de las carreteras y el hecho de que la guagua pare en cada pueblo e incluso en cada cruce donde haya alguien con ganas de bajarse o subirse.

Información útil para viajeros: No se queden tirados en Candelaria más allá de las ocho de la noche, especialmente si está lloviendo. Intentamos llegar a Soroa, pero nadie podía o quería llevarnos a esa hora. Los pocos coches que se dedicaban a llevar a gente de un lado a otro estaban ocupados o sus dueños durmiendo o zanganeando. La alternativa era pasar la noche en Candelaria y buscar transporte al día siguiente, pero hasta eso nos resultó complicado. A pesar de la buena voluntad de la gente (una señora nos llevó por todo el pueblo preguntando de casa en casa), no había pensiones en dólares, y al que aloje a un turista en una pensión en moneda nacional se arriesga a una multa de unos 200 euros y a que le cierren el negocio.

Dos horas, alguna negociación tensa y un amago de crisis de ansiedad después, conseguimos una pensión cubana que nos alojó (a precio de turistas o más caro aún, por supuesto). No daré el nombre ni la localización de la pensión por no arruinar al amable propietario, pero era céntrica y bien ubicada, con lo que al día siguiente pudimos conseguir transporte a Soroa con facilidad. Vean, vean, la cascada en la que me bañé.




En realidad, ahora que recuerdo mejor, esas no son las cascadas de Soroa. En Soroa no nos bañamos porque había mucho barro, pero eran parecidas y se pueden hacer una idea. Las del vídeo son de Trinidad... ya sé que no es Iguaçú, pero igualmente tiene su encanto. Lo mejor fue que no había mosquitos, algo muy raro en Cuba y más en ese entorno selvático.

Tras las cascadas, el orquidario, un baño de azufre (ya lo contaré) y una comida típica (el archirrepetido arroz congrí, platanito frito y puerco), nos volvimos a La Habana. En camión, para ser cubanos, y para ahorrar. La foto de arriba es de una negra cargada de ron que nos amenizó las tres horas de baches, calor húmedo y controles policiales.