martes, 18 de marzo de 2008

Olla quén fala


Catorce años después. El pibe de las islas, el negro, volvía a la ciudad de su niñez. Todo estaba más o menos como lo recordaba, excepto las distancias, que ahora eran sorprendentemente cortas, y los edificios, que relucían tras librarse de la capa de roña que antes cubría gran parte de las construcciones de más de un decenio de antigüedad.

Por un guiño de la tecnología, el pibe había conseguido el teléfono de una de sus compañeras de clase, de la clase del 92, de aquella clase de compañeros que nunca más volvió a ver. Ese teléfono le llevó a otro, el del primer amor, que nunca fue más allá de un beso en la mejilla y una sesión de cine: Mira quién habla, con palomitas y nervios, muchos nervios.

Catorce años daban para mucho, aunque en sus facciones parecían haber transcurrido sólo tres o cuatro. Ella había cambiado algo más, aunque mantenía su complexión asténica y su mirada azul y directa; una mirada tan fija que él sólo la pudo devolver en un par de ocasiones.

La vio a las diez y media, bien de noche, un lunes. En la puerta del mismo colegio en el que compartieron pupitres, cuchicheos, risas y miedos... Miedos provocados por maestros excéntricos, algunos necesitados de una buena dosis de Prozac que en ese entonces no podían conseguir, y que lo sustituían por berridos e insultos, bofetones, tirones de oreja, disparos de tiza e incluso ejercicios de esgrima ante un público tan joven como atónito.

Callejearon por la zona vieja hasta un bar de copas, de rojos y de humo asfixiante. Diez cañas y veinte cigarros dan para mucho, y hubiesen dado para más si el camarero no los hubiese barrido a las cuatro, después de, eso sí, haberlos invitado a la última. Y antes, sobre la mesa, las excentricidades del de Sociales, las chuletas desplegables en el examen de Historia, las prácticas de disección con ojos y corazones de ternera, las cintas de Elvis y Roy Orbison que se intercambiaban, los motes originales, los motes despectivos que hundieron a más de dos, las tardes jugando a beso verdad consecuencia, los verbos irregulares en gallego (impronunciables a veces para un canario)... En mitad de la noche, entre la cuarta y la quinta caña, la confesión que más había conmovido al pibe en sus veintiocho años: "Me dio miedo tanta felicidad, me aterrorizaron tantos sentimientos mezclados, y a pesar de lo que sentía, preferí volver a una monotonía más estable".

Se despidieron, con lágrimas contenidas y la esperanza de compartir otras diez cañas en cualquier rincón del mundo. Quizá dentro de otros catorce años ella ya no sea librera ni él trabaje en un hospital. Pero seguro que les quedarán historias para sacudirse mutuamente los posos del recuerdo.